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"se puede tener un día negro porque una se engorda o porque ha llovido demasiado, estás triste y nada más. Pero los días rojos son terribles, de repente se tiene miedo y no se sabe por qué"
A Holly Golightly le bastaba con acercarse al Tiffany's en New York para que ese miedo incomprensible se marchase y el día dejara de ser un día rojo. Yo no he tenido la ocasión de probar el método pero de todos modos la solución a mis días rojos es igualmente simple, dejarlos pasar. Ayer no tenía un día malo al despertar, y tampoco lo era al inicio de la tarde. El agobio llega en un segundo y me come por completo. No sabría decir una razón única del malestar y la tensión, muchos y ninguno eran los motivos de que no me viese capaz de salir del bucle. Enfadada con la vida cada palabra dirigida a mí me irritaba y me rebotaba en el cabezón. En el punto álgido de mi atragantamiento tengo la necesidad de aislarme, además tras los intentos de hacerme hablar y mis respuestas de enojo, en el momento en el que la calma va llegando a mí mis reacciones me pesan tanto que son al final el motivo de que las nubes no se vayan todavía.
Una vez dentro de la espiral de sensaciones negativas iban apareciendo cosas que me reforzaban en el malestar, no sé si ya dolían antes o simplemente es un recurso de la mente para tener razones por las que sentirse mal y no pensar que no sabes por qué te encuentras así de sopetón; lo sencillo de recrearse en el agobio y no hacer el esfuerzo de mirar en otra dirección distinta a mi ombligo. Me hago presa de mis miedos y frustraciones que crecen hasta ser algo que nada tiene que ver con la realidad. Me imagino que todos tenemos de vez en cuando, si no un día rojo, un ratito de algún día en el que cosas insignificantes pesan toneladas y nos tapan la visión.
Nada ha cambiado de ayer a hoy; el mismo trabajo, recursos idénticos, el accidente de Summer no fue un sueño y la habitación rosa sigue siendo mi refugio, sin embargo hoy y ahora lo único que tengo en mente es la visita que espero durante la mañana, ese abrazo de manos abiertas que me recuerda que nada de lo que algún día me asusta me asusta tanto como seguridad me aportan los brazos que me lo dan. Terminar un día cruzada me enfrenta conmigo misma al despertar y recordar que ayer no fui capaz de echar fuera el mal rollo teniendo un arma tan eficaz como es pararme y ver lo que tengo a mi lado, lo que soy yo que nunca lo había sido tan íntegramente.
Si ayer me sentía diminuta, hoy estoy de resaca, el día posterior al "día rojo" es siempre difícil tener los pies en el suelo. Surge el ansia por compensar a tu entorno tras la pataleta y la necesidad de demostrar que estoy bien (y es que lo estoy). Esa necesidad de que quede claro que estoy bien me agota bastante, al igual que me agotan las inspecciones minuciosas de cada una de mis actitudes y reacciones. Creo que ya es momento de que mis actos se valoren desde el mismo prisma desde el que se valoran los del resto, sin buscar en ellos nada más, sin interpretarlos ni darles un sentido que no tienen, y eso aún hay a quien le cuesta mantener y le cuesta entender que me canse vivir bajo una lupa.
Y siguiendo con el símil, las citas y Holly, hago mía otra de sus frases y no hay mucho más que pueda decirle al miedo:
"Se tarda exactamente cuatro segundos para ir de aquí a la puerta. Yo le doy dos."
P.D.: No se puede leer una cosa así sin llevar los labios pintados